Con 89
años, el miércoles 21 de mayo de 2014, a las 6 de la tarde, partió la Chicha.
La abuela fué
y será incondicionalidad.
Por más de 10
años seguidos vino sistemáticamente a visitarme los días lunes.
Siempre
venía con un chocolate; el que más recuerdo es el Bonafide rojo, pero iba
cambiando según la época.
Cuando tenía
12 años, me ayudó a estudiar para el ingreso al Carlos Pellegrini. Me insistía para que estudie media hora más y yo
le pedía una condición a cambio:
Tenía que
empujarme en la silla con rueditas que yo manejaba con una percha. Hacíamos
círculos en el departamento de los Incas; tres y hasta cuatro vueltas. Yo
pasaba cambios imaginarios y ella aceleraba. Estábamos bien sincronizados.
La chicha
era buena e intelectual, siempre buscando ayudar y aprender; apasionada de las
palabras y las plantas.
No contaba
historias del pasado (de hecho, se enojaba cuando le preguntabas, especialmente
si incluía al abuelo “poroto”).
Sus relatos
tenían como protagonistas las palabras: cuál era su uso correcto, cuales había
aprendido recientemente y por supuesto, daba cátedra sobre las muy antiguas,
esas que uno ni conoce.
Todo esto
claro, por partida doble, en español y en el idioma que enseñaba: inglés.
Su título
de profesora lo obtuvo en el Joaquin V Gozalez. No viene al caso, pero siempre
mencionaba esto porque parece, le daba mucho prestigio.
Si hay algo
que siempre me dio lástima, es lo poco que pudo viajar y practicar el idioma; quizás
solo le gustaba leerlo y así aprender nuevas literaturas directamente desde su
lengua de origen, como la de su favorito,
Shakespeare.
Dejó una
biblioteca de una pared entera. Apuesto que no hay un solo libro, que no tenga
una marca en lápiz de alguna palabra o frase; así le gustaba leerlos.
También dejo
un balcón lleno de plantas. Las observaba a diario y luego te contaba si se le
habían secado hojas, tenido flor o cómo le tomaba la enredadera. Siempre me preguntaba
“¿Cómo están tus plantitas?”
Nunca vi a
alguien tan estricto en el no uso de “malas” palabras, hoy lo entiendo quizás, como
su amor por las “buenas”.
Todavía
recuerdo la vez que me lavó la boca con jabón por haber dicho una y la que me
pegó una cachetada cuando le dije “no me rompas las pelotas”.
Como dije, la
abuela es incondicional, por lo que no le guardo rencor.
El día que la
despedimos sentí la necesidad de decir unas palabras en público, fue un doble
homenaje.
Como toda
intelectual, no brillaba en la cocina, aunque los ñoquis de vitina gratinados
le salían muy ricos.
Su promesa
de llegar con vida para ver a sus bisnietos fue literal. Nacieron con 10 días
de diferencia y en el día 11, la internaron. Su partida fue lenta y por suerte
todos estábamos preparados para ella.
Su muerte
me emocionó pero no me amargó; incluso, me alegra saber que toda su sabiduría y
lo que nos enseñó, hoy recobran vida, estando presentes más que nunca.
Chichareli,
donde quiera que estés, que tengas paz infinita.
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